Era todo muy triste, eso lo supe luego.
Íbamos al colegio con aquellos
pantalones tan cortos y una prenda algo extraña
con forma de corbata que se ataba
con una goma elástica. En el patio, el recreo
era un parque temático pero sin luz eléctrica.
Bailábamos peonzas, jugábamos al clavo,
a carreras de chapas que entonces cotizaban
tanto o más que un cincuentín de oro,
a veces al pañuelo, siempre al futbol
con balones de trapo, cada vez con un líder
por bando que era el rey de la fiesta.
Llovía sin parar, todos los días,
una lluvia tenaz, torpe, liviana,
que empapaba la ropa, los chalecos de lana
que mi madre tejía con orgullo de madre.
Todo era triste entonces, pero yo lo ignoraba,
yo era un niño feliz a pesar de los curas.
Era normal que cada invierno dieran
la vuelta a los abrigos, y cada primavera
una modista gorda, muy risueña
y con muslos morbosos a mis tiernas miradas
cambiara a las camisas los cuellos y los puños
desgastados. Los amigos
–ya nos vamos muriendo– eran algo intocable,
para toda la vida. En el cine estrenaban
una película cada dos o tres meses.
Y odiábamos la copla. Más que nada
porque no era sencillo odiar en aquel tiempo:
el odio era pecado y, aunque tampoco eso lo sabía,
te podía costar serios disgustos y algún año de cárcel.
Todo era triste, pero yo me alegraba
los días de mi santo, cuando me regalaban
un libro de Salgari o de Guillermo Brown,
cuando se iba la luz y buscábamos velas,
cuando apagaba velas en los cumpleaños
y me daba un festín de ensaladilla rusa y pollo asado
y una tarta de hojaldre recién hecha en el horno
del obrador cercano. Me alegraba
con cualquier tontería, y aún recuerdo
que me reía mucho, sin ton ni son a veces.
Tenía una guitarra pequeñita y, escondido,
cantaba a las visitas antes de irme a dormir.
Todo era triste, eso lo supe luego.
Todo era triste entonces y sigue siendo triste,
lo malo es que ahora sé lo que antes no sabía
y siento un malestar tripas adentro
cuando pienso los tiempos felices de mi infancia.
No puedo ser feliz. No quiero
haber sido feliz. Sigue lloviendo
y ahora el agua me cala hasta los huesos.
No tengo en la cabeza más que muertes
de efectos especiales,
algunos muertos vivos y una cierta, muy cierta
sensación de vacío. Muchas veces
me despierto en la noche envuelto en nieblas
de traición o de olvido. Me tomo dos pastillas
y consigo dormir, mañana vuelvo
al patio del colegio, allí están todos.
REVISTA TURIA. Núm 152. Pág. 250 y sgtes.
Hace 17 horas
5 comentarios:
Una realidad muy distinta y muy parecida a la mía, pásate por mi blog, hoy también yo era pequeña.
Un abrazo.
"No tengo en la cabeza más que muertes
de efectos especiales,"
Ya sólo por estes versos merece la pena haber venido esta mañana a tu blogo pero me gustado todo, sobre todo la última parte que podría vivir solita como un estupendo poema.
Tu debes ser de mi quinta más o menos porque todo eso me suena, me suena...
Un placer.
En mi perfil tienes mi quinta, amiga Amparo.
Sí, el poema puede fragmentarse, de hecho estoy dando vueltas a un ciclo sobre el tema. Se verá cuando estos poemables se conviertan en poemas.
Bss.
Preciosos poemas
un abrazo
Llegué hasta este blog y hasta este poema gracias al blog de Amparo y no sabes como se lo agradezco. Me ha encantado.
Vendré más veces.
Saludos.
Carmen
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