El día que Javier llegó a casa un poco antes de lo acostumbrado, se encontró por primera vez en mucho tiempo con toda su familia reunida. Rodaron por el suelo el ramo de rosas y los canapés –había que celebrar algo–: tal fue el asombro. Su pequeña niña, que aún no cumplía los dieciocho, estaba hecha un ovillo, arrebujada en colchas de plumón, de pulmones, vaya, rodeada de tías que no sabían dónde poner sus largas lenguas negras. Aunque las lenguas de las negras no son negras, lo parecían y chupaban todo lo chupable, la cal de las paredes, el polvo de la pantalla del televisor, los zapatos de la naranja mecánica, el resto de semen de Ubú y, claro, el cuerpo virginal –tal creía el buen hombre– de su niña. Cuando cayeron los canapés al suelo también chuparon los canapés y eso fue al principio, sólo al principio, lo que más le dolió a Javier.
Sólo al principio, porque cuando quiso quitarse la corbata y los botines un hombre evidentemente desnudo y bien dotado le dijo amablemente buenas tardes, qué tal, bien, vamos tirando, respondió, y usted, ya ve, ahora descansando, pero hace un rato no dábamos abasto en la pescadería. Entró en el baño y se cepilló los dientes, estas comidas de trabajo te dejan hecho un asco, el pescadero, que olía a violetas, sonreía tras él, frente al espejo, mientras le hacía carantoñas. Mira, chico, estoy un poco mareado, por ahí pulula una especie de tribu maya que no para de lamer, por qué no lo dejas, yo me voy a tumbar. Ya. Tumbarse.
Marta estará, se dijo, en el mercado, esa manía que tiene de darme para cenar todas las noches pescado blanco recién comprado… Tampoco he bebido tanto y no he tomado más pastillas de lo normal. Otra vez se lava los dientes y el pescadero le vuelve a tocar el culo. Esto no es posible, piensa. Sale corriendo hacia el dormitorio, se desnuda en la penumbra, qué raro, yo compré rosas y huele a violetas, y se deja caer sobre la colcha. Javier, te presento a Colo, es un buen amigo, encantado. Joder con las alucinaciones, ya está bien de coñas.
Pero no; en la cama había otro hombre distinto y aún mejor dotado. Javier corrió a lavarse los dientes, qué mal sabor de boca tengo, la cama crujía y aullidos había por toda la casa, no sólo en el cuarto, y no de lobos.
Me voy, dice, esto no hay quien lo aguante, voy a comprar flores y canapés, algo habrá que celebrar. Sí, claro. Marta, hoy hace veinte años, no tardo nada, ya verás cómo vamos a pasarlo esta tarde. Qué sorpresa te vas a llevar, amor mío.
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Cuando Javier, que llegaba un poco más pronto que de costumbre, abrió la puerta, todo estaba en penumbras. Poco a poco sus ojos se fueron acostumbrando y allí vio al pescadero, al verdulero –que no otro era el tal Colo–, al repartidor del súper, a una de las putas de la esquina, a dos desconocidas con descomunales tetas, a la más querida amiga de su niña querida y ¡flush!, ¡sorpresa!, a un obispo bostoniano, es una fiesta sorpresa, querido. Sonó: si nos dejan nos vamos a vivir cerca del cielo, entregó sus flores y se dejó hacer. Acabó penetrado por un lado y saturado por otro, ambos lados eran el más salvaje de la vida, de Marta nunca más se supo, ni de los canapés. Nunca. No.
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Sí se supo.
Aquella tarde que Javier llegó a casa un poco antes de lo acostumbrado, su querida hija se cruzó con él en el pasillo, papi, qué pronto has llegado hoy, me voy corriendo que he quedado, adónde vas con esas flores, y tu madre, en la cocina. Uy, cariño, todavía no he metido el pescado en el horno, cómo llegas así, sin más ni más. He traído unas flores. Déjalas por ahí, luego las coloco. Y unos canapés. ¿Canapés?, ¿unos canapés?, bueno, guárdalos en la nevera y ya veremos, qué tal vamos, bien, todo va bien.
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