A estas alturas, uno
bien pudiera quedarse
tumbado en su sofá
sin más preocupaciones
que mirarse el ombligo
o cazar gamusinos
a gorrazos,
o fijar la mirada
en el techo (aun a riesgo
de ver cómo se extienden
las goteras),
o enchufarse a la tele,
ver el telediario
y oír cómo nos cuentan
la muerte de esa gente,
y ver cómo los matan
o cuánto sube el paro,
mientras piensas
que a ti te va muy bien
(aunque tal complacencia
no acabe de ser cierta,
por supuesto).
Pero cómo decírtelo:
a estas alturas
la altura me da vértigo
y prefiero bajar a pie de calle
después de darte un beso
virgen, simple,
y decirte: hasta luego,
yo no voy a callarme.
No es cuestión de meterse
debajo de la manta
y cerrar la ventana
a cal y canto; pienso
(algo en verdad exótico
en los tiempos que corren,
tan extraños)
que soy un aventado,
que me dan ventoleras,
que no aguanto sentado
tanto daño,
que prefiero estar loco
(o al menos parecerlo
cuando me dé la gana)
a sentir el complejo
de ser un viejo armario
condenado a ser pasto
de polillas.
A estas alturas, uno
(que ya pasó lo suyo)
no puede permitir
dislate tras dislate
sin que nadie lo pague:
por respeto a uno mismo
y a su sombra.
A estas alturas, no,
ya no estoy para bromas.
(Supongo que no es más
que querer estar vivo,
que saber que estás vivo,
que hay muchas causas justas
que perder todavía,
que los amigos siguen
donde siempre,
frente a los enemigos,
y que no, que no es tiempo
de esconder la cabeza
bajo el ala,
es más bien lo contrario,
hay que gritar –¡gritar!–,
que aún nos quedan palabras
que nunca reventaron,
que sé que no dijimos
y no sé si diremos
algún día.)
Despertar a los muertos, de Scott Spencer
Hace 2 días
2 comentarios:
Me has dado una idea, ya sé lo que voy a hacer con mi vida a partir de ahora: cazar gamusinos.
Pues resulta entretenido, pero quita mucho tiempo. Y mirar al techo es más descansado. En fin.
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