Odio la soledad. Ayer entré en un bar, pedí seis cafés solos sin azúcar y me los trasegué de un trago uno tras otro. Luego adopté la pose de indolencia que el caso requería y eché un vistazo hacia las mesas. Mucha señora repintada tomando la tostada con sus pares, alguna rara avis con mucho disimulo esperando su cita, eso suele cantar un huevo, y sólo cuatro solitarios que miraban al techo. Me dirigí a ellos, saludé amablemente, hice una seña al camarero y casi sin darme cuenta ya tenía ocho ojos sanguinolentos en la palma de la mano. También me los tragué, esta vez con azúcar. Volví a casa acompañado de verdad, tanta mirada en la barriga no podía fallar. Luego pensé en lo más sorprendente del caso: nadie se había inmutado cuando salí del bar. Hay gente para todo, coño.
Despertar a los muertos, de Scott Spencer
Hace 2 días
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