Liviano era su cuerpo, tan liviano
como ahora su recuerdo.
Flotaba por las calles transitadas
colgada de mi brazo, su sonrisa
esmaltada siempre a mano,
dispuesta a cualquier nuevo amor.
Mientras, nos dirigíamos sin prisa
al café de la esquina,
donde siempre pedía con un gesto
exquisito, distante, su daiquiri
bien cargado de ron.
Éramos, sí, felices. Sus caricias
sutiles como velos,
sus juegos malabares en la cama,
sus argucias. Y siempre me asombraba
su desnudo crisol.
Pero luego estallaba en carcajadas,
o en largas parrafadas
acerca del amor y sus misterios,
o del nuevo poeta posmoderno,
o de una exposición
cuyo cóctel reunió a lo más granado
de toda la ciudad:
tenía un corazón atolondrado,
el cuerpo era liviano por vacío,
así que se acabó.
Y ahora yo la recuerdo levemente
(es el amor que pasa),
mientras pide, sin gracia y pechugona,
su cuarto Ballantine’s mi quinta novia,
que es todo corazón.
Despertar a los muertos, de Scott Spencer
Hace 2 días
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