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En mi mano han comido, son hijas de las ubres, de las heces
que desbordan los cielos de París,
son hermanas del odio que recorre la médula del mundo,
mis manos, pero mis manos siempre están abiertas,
hace ya cuánto que no se saben puño,
ya no siento en la noche mis olvidos mojados en la almohada
mientras comen, devoran, silenciosas las palmas de mis manos, ellas,
las que penetran el seno que fue ubérrimo y es lasca.
Decía mi madre duerme, mi niño, duerme.
Mi padre se lanzaba a los infiernos silenciosos del pan.
Mis hermanos supieron lo que saben los niños, lo que yo nunca supe,
duerme, mi niño, duerme, y mi madre callaba en su locura
mientras daba a los pájaros más negros de la noche
su ración de ternura envuelta en un papel de arena y sal.
Y ahora comen y comen en esta manos secas que no tienen
gatos que se revuelquen por las calles de Roma.
Porque, si fui romano, eso no lo recuerdo, ni si bombero o camillero en África.
Sólo sé lo que tengo: olvido y manos, esas sí, todavía,
en las que comen cada noche (siempre es noche en mi vida)
todas las alimañas, insaciables, inquietas, tan perennes.
La ciudad de los vivos, de Nicola Lagioia
Hace 18 horas